‘Abuelo bravo’, un relato de mi libro ‘Tienes que volver’

Ya sabes que por mi trabajo viajo mucho y también que escribo no solo libros técnicos sino libros de relatos https://www.amazon.es/Tienes-que-volver-otros-relatos/dp/B0CK3ZZKMY.

He querido unir mis dos facetas con este relato que me inspiró un viaje a El Salvador donde he participado en un proyecto para el desarrollo de un transporte masivo en la capital https://consultoralomon.com/proyecto-de-monorrail-para-san-salvador/

Aquí te dejo con el relato.

Abuelo bravo

«Qué bien, vamos a la Costa del Sol». «Bueno —dijo Julia—, no te hagas ilusiones, que esto en El Salvador no es como en España, es el submundo en medio de los manglares».

A mí me hacía mucha ilusión, soy un poco aventurero y muy activo incluso a mis sesenta años y ya abuelo. Además, en estos viajes echo de menos a mis nietas, así que me gusta conocer lugares y personas interesantes para entretenerme. Toda la semana estuvimos preparándolo mientras trabajábamos a destajo, como era habitual en este mundo de la consultoría. Fuimos con dos compañeros de la empresa GERENSA, con la que trabajamos en el gran proyecto en el país: Julia, la gran jefa; y Vicente, el contable, el que maneja la pasta. Por nuestra parte, me acompañaban David, mi socio; y Ahmed, un gran fichaje, hermano de un buen amigo.

Ahmed había estado triunfando esa noche con el Tinder, al que se había enganchado hacía poco; tres en una noche es demasiado, incluso para él. Vicente me había acompañado como siempre con las cervezas hasta el final, pero mi resistencia, gracias al entrenamiento de muchos años, es infinita.

Salimos el sábado a las diez de la mañana y tras hora y media llegamos al lugar donde nos recogía la barca: allí estaba Meme esperándonos, un lugareño que organizaba desde el paseo en la canoa hasta la comida en un pequeño restaurante-muelle que había en mitad de los manglares, en el que nos atendería su familia con un pescado que él mismo había pescado esa mañana. Meme era bajito, apenas un metro y medio, fibroso y sonriente; tenía cincuenta años, aunque parecía de mi edad (aunque yo ya entonces era abuelo y estaba en los sesenta, estaba en la quinta de Brad Pitt y George Clooney, pero más feo).

Primero, como la marea estaba baja, fuimos a una especie de isla-playa que había en mitad del estero y allí nos estuvimos dando un buen baño. Eso nos abrió el apetito, así que subimos de nuevo a la barca y ya nos fuimos río adentro entre los manglares, un paisaje extraordinario, un recorrido que yo hice sentado en la proa y que no olvidaré jamás. Pronto llegamos al bar-muelle, con suficiente altura para aguantar la subida de la marea, unas cuatro o cinco mesas y una buena plancha para cocinar. Allí nos esperaba Dalina (la esposa de Meme), sus cuatro hijas y su nieto. Las hijas mayores tenían veinte y dieciocho años, y de la mayor era el niño, que apenas tenía cuatro y que se llamaba Jorge. Me fijé en él: delgadito, muy callado, siempre con su madre, pero atento a todo. Muy buen niño. No dejaba de mirarme. Meme tenía otras dos hijas, que eran gemelas, de apenas ocho años. Se ve que Meme estaba fuerte en todos los sentidos. Eso sí, su mujer tenía un aspecto de cansancio permanente.

Vicente y yo rápidamente empezamos con nuestras cervezas Pilsener mientras que el resto tomaba refrescos. De vez en cuando nos hacíamos fotos con la familia; yo, por supuesto, para alimentar mis redes, me hice una cocinando el pescado y los camarones que tomamos después. También nos hicimos una fingiendo que cortábamos con un machete los cocos. Y, claro está, de vez en cuando, chapuzón en mitad del río para refrescar.

Comimos tres pescados: robalo, mero y una boca colorada, todo excelente. Los camarones, de lujo. Charlamos animadamente e incluso visitamos el poblado donde estaba la casa de Meme. Estábamos muy a gusto, pero yo quería hacer un poco de ejercicio y espabilarme con el agua, así que decidí cruzar el río nadando. Meme me animó; «se puede, se puede», decía. Ciento cincuenta metros de ancho. Para allí me fui. Meme me dijo: «Allí hay un sendero y se puede caminar y nos puedes traer algunos frutos». Yo, encantado con la aventura. Fui despacio, disfrutando del rato de nado y, además, vigilante de los barcos que podían pasar. Entré en el sendero. Entre los manglares me sentía un poco indiana Jones. «Qué divertido», pensé. Como a unos cien metros había un claro; efectivamente, allí se podían recoger algunos frutos tropicales que, salvo el coco, desconocía.

De repente, aparecieron ante mi vista cuatro jóvenes que estaban sentados tomando unas cervezas, un poco pasados, diría yo. Se levantaron y me rodearon hablándome en un dialecto que no entendía. Excepto los gestos, que eran claramente agresivos. Empezaron a darme unos empujoncitos. Pensé en mi socio David, que siempre me decía que iba a morir en un tugurio de América Latina. Me gustaba ir a los sitios auténticos de cada ciudad, pero esto me había superado. También empecé a medir las posibilidades que tenía: podría salir corriendo, pero eran demasiado jóvenes para mí, solo me quedaba morir con dignidad. Siempre fui un cobarde físico, me podía enfrentar a multinacionales, pero no a esta situación. Cada vez estaban más agresivos, llevaban unos palos largos con los que me empezaron a empujar y a darme pequeños golpes. Uno de ellos seguía gritándome cada vez más y me golpeó en la cara con el palo, empecé a sangrar. Pensé en mis nietas, en Luna y Zoe. No volvería a verlas.

El agresivo se tiró al suelo y sacó una especie de puñal, abrí los brazos como diciendo «Aquí estoy, ha llegado mi hora». Se abalanzó hacia mí ya para dar la puñalada final. En ese momento apareció Julia. Gritó: «¡Como le toquéis, os mato!». Cuando se pone seria, acojona, aunque es un encanto. David apareció inmediatamente, iba con el machete. Es mi héroe: tiene más miedo que yo, pero allí estaba. Detrás y rezagados, llegaron Vicente y Ahmed, los dos jóvenes, agotados y con cara de muertos de miedo.

Los jóvenes salvadoreños se quedaron impresionados, pero pronto se les pasó y se les veía amenazantes y dispuestos a enfrentarse. Los gritos, ya en español, decían claramente: «¡Vamos a por vosotros!». «Vamos a morir todos juntos», pensé. Pero de repente apareció Meme, saludó brevemente en lengua nativa y todos inclinaron su cabeza y se fueron retirando poco a poco.

Volvimos en la barca todos en silencio, menos Meme y yo, que no paramos de hablar. Yo explicándole que había salvado mi vida y la de mis amigos y que siempre le estaría agradecido, que me llamase para cualquier cosa que necesitasen. Él diciendo que yo era un abuelo bravo y activo, un hermano a partir de ahora.

Unos meses después, GERENSA compró mi empresa y estuve tres años más trabajando hasta que por fin me jubilé, pero no me dejaron volver a El Salvador, no se fiaban de mí. Con ese dinerito compré esta casa de Cádiz.

Esta es la historia de tu abuelo, que me salvó la vida, Jorge.

 

Jorge, que no había dejado de escuchar atentamente ni un momento, me dijo:

—Tete, tengo dos dudas de lo que me has contado: la primera es por qué me cuentas este relato como si yo no hubiera estado.

—Jorge, ya sabes que soy escritor desde que me jubilé y me gusta hacerlo así. ¿Cuál es la segunda?

—¿Quiénes son George y Brad?

—Son dos actores muy guapos y muy buenos profesionales que tienen la misma edad que yo.

Jorge dijo:

—Guapos como tú, tete.

Y pensé: «Qué lindo es este niño», pero le dije:

—Creo que tienes que ver más películas clásicas; de hecho, hace poco viste conmigo una película de Brad Pitt, era ese viejecito que iba en una silla de ruedas que apenas se podía mover y tenía alzhéimer.

En eso aparecieron mis nietas, guapísimas, preparadas para salir de noche. Luna ya era mayor de edad y Zoe tenía dieciséis años, menos mal que salieron a su madre y su abuela. Le dijeron a Jorge:

—Prepárate, que nos vamos.

Jorge se levantó y subió a la habitación, le acompañé y le dije al oído:

—Cuídalas, que hay mucho hombre peligroso por ahí.

Jorge me contestó:

—Tete, yo creo que ellas saben cuidarse solas; es más, siempre cuidan de mí.

—Hijo, qué bien te has adaptado a España. Pasadlo bien.

Ya me comentarás si te gusta este u otro de mis relatos https://www.amazon.es/Tienes-que-volver-otros-relatos/dp/B0CK3ZZKMY

Julian Sastre

Julian Sastre

Doctor Ingeniero de Caminos. Consultor - Formador - Conferenciante. Especialista en movilidad sostenible y transporte. Más de 35 años de experiencia en el sector dan para mucho

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2 comentarios

  1. Muy buen relato, lo viví casi que en carne propia, como si también fuera parte de la comitiva en el río. Felicitaciones

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